ARTÍCULO VII
DESDE ALLÍ HA DE VENIR A JUZGAR A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS.
118. Las postrimerías son cuatro: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria.
119. Jesucristo vendrá a juzgar a los buenos y a los malos al fin del mundo.
EL FIN DEL MUNDO
Para cada uno de nosotros, el mundo se acaba en el momento de la muerte, pero llegará un día en que el mundo se acabará para todos.
Nadie sabe cuándo será el fin del mundo. Nuestro Señor Jesucristo, preguntado sobre este punto, no lo quiso decir: no obstante, indicó algunas señales que lo precederán.
Las señales que han de preceder al fin del mundo, son remotas y próximas.
Las remotas son:
1º Apostasía general: la generalidad de los hombres se apartará de Dios, no haciendo caso de su divina ley.
2º La predicación del Evangelio por todo el mundo.
Las señales próximas son:
Los judíos se convertirán a la religión cristiana
Aparecerá el hombre del pecado, llamado Anticristo, quien, con sus palabras y falsos milagros, hará una guerra muy cruel a la Iglesia de Jesucristo y casi todo el mundo lo seguirá.
Elías y Henoc vendrán a oponerse a este hombre perverso, y serán martirizados.
El Anticristo perecerá miserablemente.
Habrá una espantosa combinación de calamidades públicas, como hambre, peste, guerras, terremotos, inundaciones, etcétera.
Pero la señal más próxima será la descomposición de la naturaleza.
El sol se oscurecerá; la luna se teñirá de sangre; las estrellas caerán, la tierra temblará abriéndose en muchas partes; el mar dará grandes bramidos; las fieras saldrán de los desiertos, y los hombres verán visiones espantosas y monstruos horrendos; tanto, que a los infelices que presenciarán los últimos días del mundo se les secarán las carnes horrorizados al ver a toda la naturaleza en agonía.
De las cuatro partes de la tierra saldrá un fuego tan terrible, que en pocos momentos destruirá hombres, animales, bosques, ciudades y cuanto hallare a su paso, reduciéndolo todo a un montón de cenizas.
RESURRECIÓN
Un ángel con una voz a manera de trompeta dirá: ¡Levantaos, muertos, y venid a juicio!
Al fin del mundo, los buenos irán al cielo y los malos al infierno, con el cuerpo y con el alma.
Ahora, los buenos están en el cielo y los malos en el infierno, solamente con el alma.
El alma, aunque esté sin el cuerpo, goza de la felicidad eterna en el cielo o sufre los tormentos terribles en el infierno.
En nosotros, lo principal es el alma; un cuerpo sin alma no sufre ni goza.
[Los fertilizados in vitro son “cosas sin alma” nos dice Nuestra Sra. de las Rosas]
Si el cuerpo sufre o goza es por razón del alma; o, mejor dicho es el alma que sufre o goza en el cuerpo.
Jesús y María están en el cielo en cuerpo y alma.
Al fin del mundo todos hemos de resucitar.
Para Dios nada hay imposible.
Todos, buenos y malos, tendremos el mismo cuerpo que tenemos ahora.
El cuerpo de los buenos resucitará hermosísimo; el de los malos, feísimo.
Después de la resurrección, los cuerpos de los buenos y de los malos serán inmortales, esto es: no podrán morir jamás. Las dotes de los cuerpos bienaventurados son:
1º Impasibilidad: no podrán sufrir jamás pena alguna.
2º Claridad: resplandecerán como el sol y las estrellas del firmamento.
3º Agilidad: podrán trasladarse de un lugar a otro en un instante, con el solo acto de la voluntad.
4º Sutileza: podrán pasar a través de los cuerpos sólidos sin obstáculo alguno.
La resurrección de los cuerpos de los bienaventurados es una de las causas por que la Iglesia trata con tanto respeto los cuerpos de los difuntos, y prohíbe quemarlos.
[Ahora, 2025, las cosas cambiaron hace unos años y hay cinerarios en casi todas las parroquias para depositar las cenizas de los difuntos. Es un horror, la Iglesia no debe hacer de cementerio]
JUICIO UNIVERSAL
Todos los hombres resucitarán y se reunirán en el valle de Josafat.
Jesucristo aparecerá en el cielo con grande gloria y majestad
Sentado en un trono de gloria, ordenará que los buenos se coloquen a su derecha y los malos a su izquierda.
Se abrirá el libro de las conciencias y se publicarán todos los pecados de los malos y todos los actos virtuosos de los buenos.
El divino Juez dictará la sentencia.
A los malos les dirá: Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno, preparado para Satanás y sus ángeles.
Y a los buenos dirá: Venid, benditos de mi Padre, a gozar del reino que os tengo preparado desde el principio del mundo.
Dictada la sentencia, la tierra se abrirá y el infierno tragará a los réprobos, quienes, en cuerpo y alma quedarán eternamente sepultados en los abismos infernales.
El fuego atormentará los cuerpos, pero no los consumirá ni les quitará la vida.
Jesucristo y los elegidos se elevarán a los cielos, en donde reinarán y gozarán delicias infinitas por toda la eternidad.
¡Qué fin tan horrible el de los malos!
¡Por un momento de placer, los malos se acarrean una eternidad de penas, las más espantosas!
¡Qué fin tan dichoso el de los buenos!
¡Por un momento de trabajo, los buenos ganan una eternidad de gloria infinita!
LA MUERTE
121. La muerte es la separación del alma y del cuerpo.
Todos hemos de morir una sola vez, no sabemos cuándo, ni cómo, ni dónde. Si esta vez erramos el paso, lo hemos errado por toda la eternidad.
Debemos, pues, estar siempre bien preparados para morir en gracia de Dios.
EL JUICIO
120. A todos los hombres, al fin de su vida, juzgará Jesucristo, y sentenciará a los buenos a gozar eternamente de Dios en la gloria, y a los malos a padecer eternos tormentos en el infierno.
Después de la muerte, inmediatamente tendrá lugar el juicio.
El juicio es la cuenta que el hombre debe dar a Dios, y la sentencia del Divino Jesús.
Todos los hombres hemos de ser juzgados dos veces:
La primera en la hora de la muerte; la segunda, al fin del mundo.
En estos juicios se examinarán todos los pensamientos, deseos, palabras, obras y omisiones de cada hombre, desde el primer instante del uso de razón hasta el momento de la muerte.
El juicio de la hora de la muerte se llama particular, porque es de una sola persona.
El juicio del fin del mundo se llama universal, porque será de todos los hombres.
La sentencia del juicio particular es irrevocable.
La sentencia del juicio universal será la confirmación de la del juicio particular.
Cuando uno muere, el alma va al cielo, o al purgatorio, o al limbo de los niños, o al infierno.
EL CIELO
122. La gloria es ver a Dios y gozar de Él, sin fin, en una bienaventuranza eterna.
Va al cielo el que muere en gracia de Dios y no tiene deuda alguna de pena.
El que tiene alguna deuda de pena, va antes al purgatorio.
El cielo es un lugar de suma y eterna felicidad; se ve claramente a Dios; se goza de todo bien, sin mal alguno.
La gloria esencial consiste en ver claramente a Dios.
Es más dicha ver a Dios por un instante, que gozar eternamente de todas las riquezas, placeres y honores que se pueden imaginar en este mundo; porque el mundo entero, comparado con Dios, es como nada.
¡Qué dicha será, Dios mío, veros, no por un instante, sino por toda la eternidad!
Los buenos estarán eternamente en el cielo.
Todos hemos sido creados para el cielo.
Va al cielo todo el que quiere ir de veras, resueltamente; esto es, el que pone los medios necesarios para conseguirlo.
Todos los hombres quieren ir al cielo; pero algunos tienen solamente el querer del perezoso; quieren ir al cielo y no quieren poner los medios necesarios para conseguir el más precioso de todos los bienes.
El cielo es el premio de valor infinito que Dios tiene reservado a los que le sirven fielmente en esta vida.
Es un premio tan precioso que, para conseguírnoslo, el mismo Hijo de Dios dio toda su Sangre, y aún la vida.
Si para dárnoslo, Dios nos exigiera pedírselo de rodillas dos horas diariamente, o que hiciéramos durante un millón de años la más rigurosa penitencia, aún así el cielo fuera como regalado.
Pero Dios no nos pide tanto, sino solo que observemos sus divinos mandamientos: cosa bien fácil de hacer con la divina gracia, que nunca falla.
Lo único que nos puede hacer perder el cielo es el pecado mortal.
Si los hombres, para conseguir los bienes eternos, tuvieran, no digo tanto, sino la mitad del cuidado que tienen para conseguir los bienes de la tierra, todos serían santos, todos irían al cielo.
Mas, ¡ay!, muchos hombres viven sobre la tierra como si tuvieran que permanecer en ella para siempre, sin cuidarse para nada de merecer la eterna felicidad.
En el cielo, los premios son proporcionales a la cantidad y calidad de las obras buenas hechas en gracia de Dios.
Quien tiene eterno premio no envidia al que tiene más; como un niño, contento con su vestido chicho, no envidia al que le tiene grande.
Cada obra buena que practicamos, estando en gracia de Dios, tiene su mérito y su premio en el cielo.
El premio correspondiente a cada obra buena, aun a la más insignificante, es superior a todos los bienes materiales de la tierra, y durará eternamente.
Procuremos aprovechar todos los días, y aun todos los instantes de nuestra vida, haciendo todo el bien que podamos, para ir aumentando siempre nuestros méritos y premios de la gloria.
Si los que están en el cielo pudieran tenernos envidia de algo, la tendrían, porque nosotros, mientras vivimos, podemos aumentar siempre el tesoro de méritos y de premios para el cielo, y ellos no.