23. El gigante fatal 1859.
Vi en sueños a un hombre de estatura gigante que recorría las calles de la ciudad, y de vez en cuando colocaba sus manos sobre la cabeza de algunas personas. La persona sobre la cual el gigante había colocado sus manos, se ponía negra y caía muerta: “Me pareció que era el anunció de una epidemia mortal”.
Nota: Hay que recordar que en la ciudad de Turín en un solo año hubo 3,500 enfermos de cólera y murieron ,400. 700 de esas víctimas murieron en la región donde vivía Don Bosco, junto al río Dora.
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24. El sueño de la marmota 1959 (MB. 6,234) “Vi en sueños que cuando los jóvenes debían dirigirse a la Iglesia para las confesiones, llegó al patio un hombre que llevaba una cajita. El hombre se colocó en medio de los jóvenes y abriendo la caja sacó de allí una marmota, un animalito roedor, de pelaje espeso y cabeza gruesa que vive en los montes pero que se deja domesticar y hace muchas maromas que distraen y hacen reír a la gente joven. La marmota empezó a bailar y hacer piruetas y los jóvenes le hicieron un gran corrillo para observarla. Entonces el hombre que llevaba el animalejo se fue alejando y alejando de la Iglesia, y los muchachos con él, y así logró que no fueran a confesarse”.
Nota: Don Bosco al narrar este sueño dijo en qué estado vio la conciencia de ciertos jóvenes, sin decir el nombre de ninguno, pero los interesados se sintieron perfectamente retratados en aquella descripción. Luego les insistió en que el enemigo del alma hace todos los esfuerzos posibles por obtener que la gente no se confiese y que no comulguen.
Mientras narraba el sueño se puso a describir las piruetas que hacía la marmota, y con ello hizo reír sabrosamente a los muchachos, pero mientras tanto los hizo pensar seriamente en el estado en el que estaba su alma. Muchos jóvenes fueron privadamente a pedirle que le dijera en qué estado había visto su conciencia y se quedaron pasmados al oír de labios de Don Bosco faltas que ellos se imaginaban que nadie sabía.
Dicen las crónicas de ese tiempo que la narración de este sueño llevó a casi todos los jóvenes a confesarse con más frecuencia, y que las comuniones se volvieron más numerosas en el Oratorio o Instituto Educativo de Don Bosco en Turín.
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El 13 de diciembre de 1885, Don Bosco tuvo una conferencia con los estudiantes de cuarto y quinto año en la cual les habló brevemente acerca de la elección de su futura situación social. Al final le dio a cada uno un puñado de avellanas. Tres semanas después, al terminar la conferencia, Don Bosco pidió que le trajeran el pequeño bolso con avellanas. El Padre Festa así lo hizo, y le dijo:
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“Tenga cuidado, no dé muchas, porque no habrá suficiente para todos. “ “¡Déjelo por mi cuenta!” –respondió Don Bosco.
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Había 64 estudiantes presentes. Al principio les dio un puñado a cada uno. Los estudiantes miraban con gran sorpresa que el nivel de las avellanas permanecía igual, sin interesar cuántas daba cada vez. Cuando el reparto terminó, todos vieron que el saco tenía la misma cantidad que cuando había empezado. Los alumnos preguntaron a Don Bosco que cómo lo había hecho. “Oh, yo no sé –replicó sonriendo- No lo sé. Pero porque ustedes son mis amigos les voy a contar lo que me pasó hace ya varios años en la ocasión de una solemne celebración en el Oratorio. Don Bosco tenía que distribuír la Comunión a 650 niños. Comenzó la Misa creyendo que había suficientes hostias consagradas en la gran copa que estaba en el santuario. Pero había muy pocas, y el Padre Buzzetti, que estaba a cargo de las hostias se había olvidado de traer más y ahora estaba ayudando con la Misa. Don Bosco se dio cuenta cuando tomó la copa. Ambos estaban confundidos, porque sólo podían dar la Comunión a unos pocos. Don Bosco levantó sus ojos al Cielo y empezó a dar la Comunión. Y todos los niños la recibieron, hubo Hostias para cada uno. La noticia de este milagro cundió rápidamente, y fue confirmada por Don Bosco posteriormente.
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Uno de los mejores relatos sobre la multiplicación de panes fue escrito por le Padre Dalmazzo. Un día en 1860, el Oratorio estaba corto de pan. El individuo a cargo fue a ver a Don Bosco para pedirle que diera la orden. Don Bosco atendía las confesiones, pero finalmente le dijo que no se preocupara. “Vaya y ponga en un canasto lo que tenemos. Yo iré y lo distribuiré personalmente.” Cuando terminó con el niño que estaba arrodillado a su lado, fue a la puerta adonde los panes iban a ser distribuídos. El Padre Dalmazo escribe: “Yo entonces, trayendo a la memoria los hechos oídos sobre Don Bosco y vencido por la curiosidad, me adelanté a él para poder observar mejor. Al salir, encontré a mi madre que habiéndole llamado por carta para que viniese prontamente a Turín, había venido para llevarme a casa.”
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“Ven, Francisco.” Me dijo
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Yo le hice señal que aguardase un momento y añadí: “Mamá, primero quiero ver una cosa y después voy enseguida.”
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Y mi madre se retiró hacia los pórticos. Yo recibí un pan y fui el primero, mientras tanto miraba el canasto, y ví que contenía unos 15 ó 20 panes a lo más. Luego me retiré sin ser visto a un lugar elevado, precisamente detrás de Don Bosco, sobre una grada, con tamaños ojos. Don Bosco, entretanto, se había puesto a distribuir el pan. Los jóvenes fueron pasando uno a uno, contentos de recibir el pan de él mismo, besándole la mano, mientras que a cada cual decía una palabra y sonreía.
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“Todos los alumnos, cerca de cuatrocientos, recibieron su pan. Acabada esta distribución, yo quise nuevamente examinar el cesto de pan y con grande admiración constaté que había quedado la misma cantidad que antes, sin que hubiesen traído el pan ni cambiado el cesto. Yo me quedé aturdido y corrí derecho a donde estaba mi madre, que me decía: “¡Ven!” Y yo le repuse: “No, no quiero irme, no me voy; me quedo aquí. Perdóname de haberte ocasionado esta molestia haciendo que vinieses a Turín.” Y le conté aquello que había visto con mis propios ojos diciéndole: “No, no es posible que yo abandone una casa tan bendita por el Señor y un Santo como es Don Bosco. Y esta fue la única rezón que me indujo a permanecer en el Oratorio y enseguida a agregarme entre sus hijos” (Zarba D’Assoro, 1938, pp 318-319)