9. Aparición de Comollo, 1839
“Dada la amistad e íntima confianza que mediaba entre mí y Comollo, solíamos hablar de lo que nos podía suceder en cualquier momento, esto es, de nuestra separación cuando llegara la muerte. Un día, recordando lo que habíamos leído en algunas biografías de santos, decíamos, medio en broma medio en serio, que nos podría ser de gran consuelo, si el primero de los dos que fuera llamado a la eternidad hiciera saber al otro en dónde se hallaba. Renovando a menudo esta conversación, nos prometimos recíprocamente rezar el uno por el otro y que el primero que muriera daría noticias de su salvación al compañero sobreviviente. No me daba yo cuenta de la importancia de una promesa tal, confieso que hubo en ello mucha ligereza y jamás aconsejaría que otros lo hicieran; con todo, entre nosotros aquella sagrada promesa se tuvo siempre como algo serio que había que cumplir. A lo largo de la enfermedad de Comollo, se renovó varias veces el pacto, poniendo siempre la condición de que si Dios lo permitiese y fuera de su agrado. Las últimas palabras de Comollo y su última mirada me aseguraban que se cumplía el pacto. Algunos compañeros estaban en el secreto y deseaban verdaderamente que se verificara. Yo estaba con ansias, porque esperaba con ello un gran alivio en mi desconsuelo.
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Era la noche del 3 al 4 de abril, la noche siguiente al día de su entierro, y yo descansaba, juntamente con otros veinte alumnos del curso teológico en el dormitorio.
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Estaba en la cama, pero no dormía; pensaba precisamente en la promesa que nos habíamos hecho; y, como si adivinara lo que iba a ocurrir, era presa de un miedo terrible. Cuando he aquí que, al filo de la medianoche oyóse un sordo rumor en el fondo del corredor, rumor que se hacía más sensible, más sombrío, más agudo a medida que avanzada. Semejaba el ruido de un gran carro con muchos caballos o un tren en marcha o como el disparo de cañones. No sé expresarlo, sino diciendo que formaba un conjunto de ruidos tan violentos y daba un miedo tan grande que cortaba el habla a quien lo percibía. Al acercarse a la puerta del dormitorio, dejaba tras de sí en sonora vibración las paredes, las bóvedas y el pavimento del corredor, hasta el punto de que parecía estar hecho todo con planchas de hierro, sacudidas por potentísimos brazos. No podía apreciarse a qué distancia avanzaba aquello; se producía una incertidumbre como la que deja una locomotora, cuyo punto de recorrido no se puede conocer, si se juzga solamente por el humo que se eleva por los aires.
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Los seminaristas de aquel dormitorio se despiertan, mas ninguno puede articular palabra. Yo estaba petrificado por el miedo. El ruido iba acercándose, cada vez más espantoso. Ya se le siente junto al dormitorio. Se abre la puerta, ella sola, con violencia. Sigue más fuerte el fragor sin que nada se vea, salvo una lucecita de varios colores que parece el regulador del sonido. De repente se hace silencio. Brilla una luz vivamente, y se oye con toda claridad la voz de Comollo, más débil que cuando vivía, que, por tres veces consecutivas dice: – ¡Bosco!, ¡Bosco!, ¡Bosco! ¡Me he salvado! En aquel momento el dormitorio se iluminó más, se oyó de nuevo con mucha más violencia el rumor que había cesado, como un trueno que hundiera la casa, pero cesó enseguida y todo quedó a oscuras. Los compañeros saltando de la cama, huyeron sin saber a dónde; algunos se refugiaron en un rincón del dormitorio, otros se apretaron alrededor del prefecto del dormitorio, don José Fiorito, de Rívole, y así pasaron el resto de la noche esperando ansiosamente la luz del día. Todos habían oído el rumor. Algunos percibieron la voz, sin entender lo que decía. Se preguntaban unos a otros qué significaban aquel rumor y aquella voz y yo, sentado en mi cama, les decía que se tranquilizaran, asegurándoles que había oído claramente las palabras: – ¡Me he salvado!También algunos las habían oído, como yo; resonar sobre mi cabeza de modo que por mucho tiempo, se repitieron por el seminario. [nota de Susana: también se oían ruidos de cadenas y un carro, no recuerdo haber leído lo de la locomotora]
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Yo sufrí mucho; fue tal el terror que sentí, que hubiese preferido morir en aquellos momentos. Es la primera vez que recuerdo haber tenido miedo. Por todo ello contraje una enfermedad que me llevó al borde del sepulcro, quedó tan mal parada mi salud que no la recuperé hasta muchos años después. Dios es omnipotente, Dios es misericordioso. Generalmente no atiende estos pactos; pero a veces, en su infinita misericordia, permite que se cumplan, como en el caso expuesto. No seré yo quien dé nunca a otros consejo semejante. Cuando se trata de poner en relación las cosas naturales con las sobrenaturales, la pobre humanidad sufre grandemente, en especial cuando son cosas no necesarias para nuestra eterna salvación. Ya estamos bastantes ciertos de la existencia del alma, sin tener que buscar otras pruebas. Bástenos lo que Nuestro Señor Jesucristo nos ha revelado”. Nota: la primera de las biografías juveniles escritas por San Juan Bosco fue la de Luis Comollo, el mejor amigo de su juventud. En su amistad sí se cumplió la frase de la Santa Biblia: “Hallar un buen amigo es como encontrar un tesoro”. Comollo se admiraba de la gran fuerza de Bosco y de su enorme vitalidad, pero se preocupaba por hacerle comprender que en todo hay que proceder con mucha suavidad, aunque uno tenga muchas fuerzas y enormes energías.
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En la hora de la muerte Luis tuvo una visión en la cual veía que la Santísima Virgen llegaba a ayudarlo y protegerlo, y exclamó: – “Lo que más me consuela en la hora final de mi vida es haber comulgado muchas veces y haber sido muy devoto a la Santísima Virgen. Oh María qué felices son sus devotos, defendidos por Ti en la vida y protegidos por Ti en la hora de la muerte”. Y expiró santamente. Entre todos sus compañeros de seminario dejó Comollo una gran fama de santidad. Y tuvo el honor de que su biografía la escribiera el mismo que escribió las famosas biografías de Santo Domingo Savio y Miguel Magone: nada menos que Don Bosco.
10. La pastora y el rebaño, 1844
Dice Don Bosco en su autobiografía: “El segundo domingo de octubre de aquel año (1844), tenía que anunciar a mis jovencitos que el Oratorio pasaría a Valdocco. Pero la incertidumbre acerca del lugar y de los medios y de las personas, me tenía preocupado. La víspera fui a dormir con el corazón inquieto. Aquella noche tuve otro sueño que parece ser continuación del que tuve en Ibechi cuando tenía nueve años. Creo oportuno exponerlo con detalle.
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Soñé, pues, que estaba en medio de una multitud de lobos, zorros, cabritos, corderos, ovejas, carneros, perros y pájaros.
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Todos juntos hacían un ruido, un alboroto, o mejor, una batahola capaz de espantar al más intrépido. Iba a huir, cuando una amable Señora vestida de pastorcilla, me indicó que siguiera y acompañase aquel extraño rebaño, mientras Ella se ponía al frente. Anduvimos vagando por varios lugares; hicimos tres estaciones o paradas. A cada parada, muchos de aquellos animales cuyo número cada vez aumentaba más, se convertían en corderos. Después de andar mucho, me encontré en un prado, en donde aquellos animales corrían y se alimentaban juntos, sin que los unos tratasen de hacer daño a los otros.
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Agotado de puro cansancio, quise sentarme junto al camino vecino; pero después la pastorcilla me insistió que siguiera andando. Después de un corto trecho de camino me encontré en un patio grande, rodeado de corredores y a cuyo extremo se levantaba una Iglesia. En aquel momento, me di cuenta de que las cuatro quintas partes de aquellos animales ya se habían convertido en corderos.
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A este punto llegaron algunos pastorcillos para custodiarlos, pero estaban poco tiempo y se marchaban. Entonces sucedió algo maravilloso: no pocos de los corderos se convertían en pastores, que crecían y cuidaban del rebaño. Como aumentaba mucho el número de pastores, fueron dividiéndose y marchando a diferentes sitios para escoger otros animales de otro origen y guiarlos a otros hacia el cambio.
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Yo quería marcharme de allí, porque me pareció que era hora ya de celebrar misa, pero la pastora me invitó a mirar al sur. Miré y vi un campo sembrado de maíz, patatas, coles, remolachas, lechugas y muchas otras verduras.
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– Mira de nuevo – me dijo.
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Miré otra vez. Entonces vi una Iglesia tan alta y grandiosa. Un coro acompañado de orquesta y música instrumental y vocal me invitaban a cantar la misa. En el interior de la Iglesia había un gran letrero en el que estaba escrito con letras inmensas: ‘Ésta es mi casa, de aquí saldrá mi Gloria”.
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Siempre en sueños pregunté a la pastora que en dónde me encontraba; qué querían decir aquel andar y detenerse, aquella casa, una Iglesia y después otra Iglesia. Ella me respondió: – Todo lo comprenderás cuando, con los ojos materiales, veas realizado lo que ahora contemplas con los ojos del entendimiento.
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Y como me pareciera que estaba despierto, dije: – Yo veo claro y veo con los ojos materiales. Sé a dónde voy y qué hago.
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En aquel momento, sonó la campana de la torre de la Iglesia de San Francisco de Asís y me desperté.
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Esto duró casi toda la noche; lo acompañaron muchas circunstancias. Entonces entendí poco de su significado, porque no le daba gran crédito; pero después fui entendiendo poco a poco las cosas, según se iban realizando. Más tarde me sirvió, juntamente con otro nuevo sueño, como programa para tomar mis decisiones.
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Observaciones: La Virgen le va señalando a Don Bosco las distintas etapas que tendrá su labor educativa, y cómo sus alumnos, que al principio son tan poco educados (como fieras) se irán volviendo corderos: buenos cristianos y honrados ciudadanos, y como muchos de ellos se volverán también pastores. De hecho casi todos los educadores de su comunidad salesiana saldrán de entre los alumnos que él fue recogiendo y educando.
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En el Santuario de María Auxiliadora de Turín (que él vio ya en este sueño faltaban 20 años para empezar a construirlo) en la cúpula del Santuario se halla hoy el letrero que el Santo vio en 1844: “ESTA ES MI CASA, DE AQUÍ SALDRÁ MI GLORIA”.